Temerarios

     Conducían sus vidas en direcciones opuestas, así que el choque parecía inevitable. Sin embargo, y contra todo pronóstico, ambos redujeron su velocidad hasta encontrarse. Parados en el arcén, contemplan desde entonces cómo los demás pasan de largo unos de otros, y sonríen ante lo acertada que puede ser, a veces, la conducción temeraria.

Tempus fugit

   En las ciudades la vida pasa muy deprisa. Los días duran menos y lo ocurrido hace muchos años parece que sucedió ayer. Los ancianos son solo niños que se precipitaron en el tiempo, y los bebés se hacen mayores con cada pestañeo de sus padres. El amor se abandona a medio consumir y se repone por otro. Los libros breves se dejan a la mitad y los extensos, ni se abren. Los escritores ya no sienten la necesidad de

Dosinda

     Dosinda ya no siente hambre, ya no siente sed: solo siente amor. Se le agarra a las vísceras y le invade el cuerpo, la mente y hasta el espíritu. Las horas pasan lentas mientras ella deambula por la casa hasta que sus pies deciden pararse en seco y su memoria se revela incapaz de analizar hacia dónde iba, en busca de qué objeto entró en la habitación o por qué motivo salió de la cocina. Por eso ha empezado a fijar carteles en la vivienda. “Él no volverá” dice el de la entrada. “Límpiate los besos” le recuerda el del espejo. “Algún día volverán a abrazarte” le promete el del dormitorio.

Fallo de guión

   Decidió escribir sus memorias, pero apenas recordaba algunos fragmentos borrosos. Le faltaban datos de esto, de aquello, de lo de más allá, de lo de más acá. Aún así continuó en su empeño, y optó por cubrir los espacios vacíos con los hechos que, según él, deberían haber sucedido. Sin embargo, y a pesar de redactar varias versiones, en ninguna de ellas terminaba siendo escritor. Molesto ante tal falta de coherencia, e incapaz de reconducir su propia vida, continuó, como siempre, escribiendo la de otros.

Retórica del Lobo

   Hay miedos que se esfuman solo con nombrarlos, dejando apenas un rastro tenue. Otros, se agarran a las vísceras del alma y resultan muy difíciles de extirpar. El miedo al miedo es, tal vez, más común de lo que pensamos, pero el peor de todos —continuó él, acercándose aún más a una Caperucita confiada en sus palabras— es el que desaparece por completo.